Por Julián Mozo
Quizás haya sido porque todavía estaba
apagando las velitas de su cumple N° 38 y el enternecimiento le duraba… O
tal vez porque, pese a su deslumbrante vigencia, sabe que su vida en
una cancha de básquet no será para siempre. Pero cuando se le pidió
mirar para atrás y recorrer imaginariamente sus 20 años de carrera
profesional, Paolo Quinteros no pudo evitar la emoción en sus palabras. “Si
miro hacia atrás veo a un niño de cinco años picando por primera vez
una pelota de básquet, que amaba estar en su club de barrio y que
disfrutaba jugando. También veo a un adolescente con sueños que decidió
tomar como ícono al mejor jugador de la historia, que no se perdió ni un
partido suyo en la tele, que se tatuó su logo en el brazo, que se pasó
horas en la cancha buscando imitar cada uno de sus movimientos y que se
motivaba (y motiva) viendo sus vídeos antes de cada partido... Hoy, a
mis 38 años, está claro que no llegué ni cerca a ser como Michael
Jordan, pero siento que logré ser el mejor jugador de básquet que pude
ser dentro de mis posibilidades”. Así, casi de una forma
poética, uno de los mejores escoltas de la historia de nuestra Liga
Nacional resumió una trayectoria brillante que tuvo y tiene capítulos
que merecen ser contados en esta columna.
El primero hay que comenzar a desandarlo
en Colón, Entre Ríos, más precisamente en el club La Armonía, donde
Paolo creció y se empezó a formar como jugador. “Recuerdo que allí ya
quería llegar lejos, vivir de ésto… Y me cuidaba mucho, me privada de
salidas, de muchas cosas, porque mi meta era aprender y mejorar como
jugador”, detalla dejando entrever ese profesionalismo que ya florecía
sin todavía cobrar un peso. “Luego me di cuenta de que debía emigrar si
quería crecer y me fui a La Unión para jugar el TNA. Mi ilusión era
estar con los mejores… Pero sabía que debía ir paso a paso. Y allí
fueron tres temporadas hasta que pude cumplir mi sueño de llegar a la
Liga”, dice hoy quien, en el 2000, dio el salto en Estudiantes de
Olavarría. Sergio Hernández fue quien se lo llevó y hoy recuerda
aquellas sensaciones. “Yo ni sabía que existía cuando estaba en
el TNA, pero me pasaron el dato y comencé a seguirlo, primero en La
Unión y luego en un torneo argentino. Me dijeron que era un poco egoísta
en su juego y estaba ese prejuicio de que con esa altura sólo podía
jugar de base, que como escolta no tenía futuro ni proyección… Pero,
como yo veo el juego, me pareció una buena apuesta y eso se confirmó en
Estudiantes”, rememora el Oveja.
Nada intimidó a Paolo. Ni ese salto a la A ni estar en un equipo de estrellas. “Cuando llegue a Estudiantes no podía creerlo, el hecho de compartir equipo con jugadores consagrados y que veía por la tele. Era como estar soñando despierto”, explica. Como en cada paso en su carrera, al entrerriano le llevó un tiempo de adaptación hasta que empezó a soltarse y demostrar su esencia. “Esa primera temporada fue única e impensada porque jugué bien, me eligieron revelación y ganamos los cuatro torneos que jugamos”, recuerda Quinteros. Para Hernández lo más impresionante no fue la primera campaña, que asegura que “la rompió toda ayudado por la típica inconsciencia juvenil”, sino lo que vio en la segunda. “Los jóvenes dan la pauta si son realmente buenos en la temporada siguiente a la explosión. Y Paolo demostró que era cosa seria”, explica el DT. Quizá más importante aún fue superar una prueba imprevista que el destino le puso poco después, a los 23 años: un conflicto con La Unión por su pase hizo que no pudiera dar el salto a un club grande de Argentina y tuviera que irse a jugar afuera. Apareció Trouville de Uruguay y a él no le importó tener que bajar un escalón. Brilló a tal punto que cada noche recibía el cantito “ar-gen-tino, ar-gen-tino” imitando el u-ru-guayo tan característico que se escucha en nuestras canchas…
A su regreso al país, tras un año, un gigante como Boca apareció en su camino y, junto a Hernández, emprendieron el desafío. “Uno muy grande, realmente, porque semejante club, con la magnitud que significa, no era fácil. Allí viví tres años importantísimos en mi carrera. En lo personal me fue muy bien, mejoré mucho mi juego, me consolidé como jugador y obtuve la experiencia para dar otro salto. Aquel paso fue además el trampolín para cumplir dos objetivos muy importantes: jugar en la Selección y partir a España”, explica el colonense. Hernández tiene muy presente aquellos momentos entre el 2003 y 2006, que le dieron cinco títulos (una Liga, tres Copa Argentina y un Top 4).
Nada intimidó a Paolo. Ni ese salto a la A ni estar en un equipo de estrellas. “Cuando llegue a Estudiantes no podía creerlo, el hecho de compartir equipo con jugadores consagrados y que veía por la tele. Era como estar soñando despierto”, explica. Como en cada paso en su carrera, al entrerriano le llevó un tiempo de adaptación hasta que empezó a soltarse y demostrar su esencia. “Esa primera temporada fue única e impensada porque jugué bien, me eligieron revelación y ganamos los cuatro torneos que jugamos”, recuerda Quinteros. Para Hernández lo más impresionante no fue la primera campaña, que asegura que “la rompió toda ayudado por la típica inconsciencia juvenil”, sino lo que vio en la segunda. “Los jóvenes dan la pauta si son realmente buenos en la temporada siguiente a la explosión. Y Paolo demostró que era cosa seria”, explica el DT. Quizá más importante aún fue superar una prueba imprevista que el destino le puso poco después, a los 23 años: un conflicto con La Unión por su pase hizo que no pudiera dar el salto a un club grande de Argentina y tuviera que irse a jugar afuera. Apareció Trouville de Uruguay y a él no le importó tener que bajar un escalón. Brilló a tal punto que cada noche recibía el cantito “ar-gen-tino, ar-gen-tino” imitando el u-ru-guayo tan característico que se escucha en nuestras canchas…
A su regreso al país, tras un año, un gigante como Boca apareció en su camino y, junto a Hernández, emprendieron el desafío. “Uno muy grande, realmente, porque semejante club, con la magnitud que significa, no era fácil. Allí viví tres años importantísimos en mi carrera. En lo personal me fue muy bien, mejoré mucho mi juego, me consolidé como jugador y obtuve la experiencia para dar otro salto. Aquel paso fue además el trampolín para cumplir dos objetivos muy importantes: jugar en la Selección y partir a España”, explica el colonense. Hernández tiene muy presente aquellos momentos entre el 2003 y 2006, que le dieron cinco títulos (una Liga, tres Copa Argentina y un Top 4).
Siendo una figura nacional y un jugador
de Selección, Paolo emigró a los 27 años. Fueron cinco temporada en
España, una en el León (ascendió siendo figura) y otras cuatro que lo
marcaron en el Zaragoza. Allí se convirtió en figura e ídolo. Incluso
para algunos hinchas es el jugador más trascendente en la historia del
club. Y no sólo por su alto nivel, en la ACB y en la LEB, sino porque
logró dos ascensos, el segundo luego de decidir quedarse pese al
descenso y las ofertas de clubes más poderosos. Claro, como siempre,
nada fue fácil de arranque, incluso admitió haber estado a punto de
pegar la vuelta porque no se adaptaba a todo lo nuevo. “Cuando fui a
Europa lo hice con dos objetivos, uno dar el paso de calidad que me
faltaba y el segundo, crecer en lo económico. Y por suerte esos cinco
años los aproveché al máximo. Allá me terminé de formar como jugador,
con otra mentalidad y capacidad de ver el juego. Entendí qué no todo
pasaba por anotar puntos y empecé a disfrutar de otras cosas, como dar
asistencias y mejorar a mis compañeros”, explica hoy. Paolo podría
haberse quedado, ofertas no le faltaron, sin embargo decidió pegar la
vuelta a los 32. “Sentí que ya había crecido todo lo que podía y decidí
regresar para aprovechar acá todo lo aprendido”, comenta.
Muchos lo quisieron, pero él eligió
Regatas Corrientes. Casalánguida recuerda bien el significado de aquel
fichaje. “El club ya había tenido muy buenos jugadores, pero su retorno
fue impactante, un hito en la historia de Regatas”, cree. Paolo llegó
para quedarse y ya van seis temporadas en el Remero, donde es amado. Con
él, Regatas fue protagonista siempre y ganó tres títulos, el Súper 8,
la Liga Sudamericana (2012) y la Liga Nacional (2013). “Han sido
seis años mágicos porque siempre se armaron equipos para pelear todo y
logramos la triple corona. Además, valoro que cada temporada me dejó un
aprendizaje importante. Por suerte siempre quise más o tuve ganas de
revancha. Por todo esto decidí quedarme, más allá de que la gente de
Regatas siempre me trató muy bien y estoy muy cómodo en Corrientes”,
dice. Hoy, a días de haber cumplido 38, es el segundo goleador de la
Liga con 19 puntos, con una impresionante eficacia: 59% en dobles, 41%
en triples y 89% en libres. Pero además promedia casi 4 asistencias.
Lucas Victoriano, que lo enfrentó, lo vio en España y ahora lo analiza
como DT, cree que sigue en la cúspide de la Liga. “Hoy la sigue
dominando, siendo el más desequilibrante para ganar partidos. Su
capacidad anotadora sigue intacta, pero más a partir de su lectura del
juego y las defensas. Ya no hay de estos jugadores. Es un killer, como
antes, pero creció mucho y le sumo el pase y generación de juego para
sus compañeros”, destaca el ex base que asegura que todo empezó a cambiar cuando “abrió su cabeza en España”.
Quinteros tuvo una lenta metamorfosis en su juego, algo que algunos pocos (goleadores) pudieron. Paolo describe ese proceso. “El cambio grande llegó después de los 30. Al principio era un anotador nato, tenía el aro entre ceja y ceja, nada me daba más placer que anotar, quizá por mi inconsciencia. Luego continúe igual pero tomando menos riesgos, pensando más… Hasta que me di cuenta que no todo pasaba por anotar. Pude expandir mi visión de cancha y me di cuenta de que así era más peligroso, más difícil de defender… Porque anotar seguí anotando, pero tenía otras virtudes”, detalla. Estos progresos se los debe a su constancia y esfuerzo, pero también a quienes lo dirigieron y le enseñaron cómo hacerlo. “Fueron decisivos los entrenadores que tuve. Todos me enseñaron algo, de la conjunción de ellos es que soy el jugador que se ve hoy”, explica. Dos de los más importantes que lo tuvieron se sienten plenos al escuchar semejante elogios. “Fue un verdadero orgullo tenerlo durante cinco años. Es uno de los grandes jugadores que dirigí, ha sido un honor y un gran aprendizaje. Siento que él me dejó más enseñanzas que yo a él”, asegura Casalánguida, su coach en Regatas. Oveja acuerda con ese agradecimiento.
Quinteros tuvo una lenta metamorfosis en su juego, algo que algunos pocos (goleadores) pudieron. Paolo describe ese proceso. “El cambio grande llegó después de los 30. Al principio era un anotador nato, tenía el aro entre ceja y ceja, nada me daba más placer que anotar, quizá por mi inconsciencia. Luego continúe igual pero tomando menos riesgos, pensando más… Hasta que me di cuenta que no todo pasaba por anotar. Pude expandir mi visión de cancha y me di cuenta de que así era más peligroso, más difícil de defender… Porque anotar seguí anotando, pero tenía otras virtudes”, detalla. Estos progresos se los debe a su constancia y esfuerzo, pero también a quienes lo dirigieron y le enseñaron cómo hacerlo. “Fueron decisivos los entrenadores que tuve. Todos me enseñaron algo, de la conjunción de ellos es que soy el jugador que se ve hoy”, explica. Dos de los más importantes que lo tuvieron se sienten plenos al escuchar semejante elogios. “Fue un verdadero orgullo tenerlo durante cinco años. Es uno de los grandes jugadores que dirigí, ha sido un honor y un gran aprendizaje. Siento que él me dejó más enseñanzas que yo a él”, asegura Casalánguida, su coach en Regatas. Oveja acuerda con ese agradecimiento.
“Sin dudas es uno de los
jugadores que más placer me dio dirigí, que más alegrías me dio y que
más le aportó a mi carrera. Siempre lo que somos como técnicos se lo
debemos a los jugadores que tenemos. Y él es uno clave en la mía”, dice Oveja.
Cuando uno lo ve jugar y se maravilla con la estética de sus movimientos o de su tiro piensa que todo le sale fácil. O que le fue fácil. Pero nada más lejos de la realidad. Paolo debió superar obstáculos para ser quien es hoy. “De chiquito tuve problemas en las rodillas. Me dolían mucho y me impedían jugar y correr. Fue un problema de crecimiento que por suerte no volvió…”, recuerda. Pero este fue apenas uno de los numerosos escollos que tuvo. “Siempre me pusieron peros en mi carrera. Primero dijeron que era muy petiso… Luego que no podía jugar en la Liga, llegué a Estudiantes y fui campeón de todo; más tarde escuché que no podía jugar en un grande y fui a Boca y triunfé; después que no podía llegar a la Selección y jugué; que no podía jugar en Europa y jugué; que no podía ir a un Mundial o a un Juego Olímpico y pude estar en ambos. Eso lo decían, pero no era lo que pensaba yo. Nunca dudé. Nunca pensé que era bajito o que no tenía cualidades. Siempre creí en mí, en mis capacidades, y esos peros y tonterías que se decían me alimentaban y me motivaban, pero no para demostrarle algo a alguien, sino para seguir creciendo y demostrarme a mí mismo que podía cumplir mis objetivos”, resalta Quinteros con autoridad. “Por todo eso su carrera es y será un ejemplo. Se trata de un chico salió de una ciudad pequeña, que surgió en el TNA, que venció todos los prejuicios y se convirtió en una figura de la Liga, llegó a Europa, se mantuvo por cinco años, se convirtió en un jugador de Selección y, cuando volvió al país, mantuvo una vigencia destacable”, remata Casalánguida.
El tema de su (escasa) altura (1m86) para el puesto siempre estuvo presente, en cada paso que dio. “Ese hándicap que supuestamente daba lo superó con facilidad en base a su carácter porque trabajó cada aspecto necesario de su juego para que no se notara: su tiro corto, la parada y tiro, el lanzamiento tras dribble, la salida de las cortinas, el jugar mejor los bloqueos…”, explica Victoriano. Gutiérrez recuerda esos comentarios pero asegura que nada de eso se notaba en la cancha. “Escuchabas que no era alto, pero en el juego sólo sufrías la cantidad de recursos que tenía para anotar. Encima, con el correr de los años, le fue agregando cosas a su juego hasta ser un rival complicadísimo de defender, un dolor de cabeza para todos…”. Para lograrlo, según la visión de Casalánguida, fue clave un aspecto de su personalidad, la autoexigencia. “Es sumamente perfeccionista, busca el detalle en la mejora permanentemente. Hablamos de alguien que fue históricamente un tirador pero que mejoró tanto hasta convertirse en un guardia completo, capaz de ayudar al base y potenciar a sus compañeros”, opina Nicolás. Una carrera cuyo motor fue una mentalidad asesina que lo llevó a buscar siempre más. “Mostró una tremenda capacidad competitiva y se fue alimentando de los desafíos”, cree el coach, quien aprovecha para destacar otra característica decisiva en su trayectoria, cómo absorbía los momentos de presión “Lo que más sorprendió, en su regreso al país, era lo cómodo que se sentía en esos instantes cruciales, un rasgo que sólo tienen los grandes jugadores. Yo ya me daba cuenta en los momentos previos a los partidos, al ver cómo se ponían sus ojos, sus pómulos, toda su cara denotaba el trance competitivo que comenzaba en él y que luego se trasladaba a la cancha…”, revela Casalánguida.
Cuando uno lo ve jugar y se maravilla con la estética de sus movimientos o de su tiro piensa que todo le sale fácil. O que le fue fácil. Pero nada más lejos de la realidad. Paolo debió superar obstáculos para ser quien es hoy. “De chiquito tuve problemas en las rodillas. Me dolían mucho y me impedían jugar y correr. Fue un problema de crecimiento que por suerte no volvió…”, recuerda. Pero este fue apenas uno de los numerosos escollos que tuvo. “Siempre me pusieron peros en mi carrera. Primero dijeron que era muy petiso… Luego que no podía jugar en la Liga, llegué a Estudiantes y fui campeón de todo; más tarde escuché que no podía jugar en un grande y fui a Boca y triunfé; después que no podía llegar a la Selección y jugué; que no podía jugar en Europa y jugué; que no podía ir a un Mundial o a un Juego Olímpico y pude estar en ambos. Eso lo decían, pero no era lo que pensaba yo. Nunca dudé. Nunca pensé que era bajito o que no tenía cualidades. Siempre creí en mí, en mis capacidades, y esos peros y tonterías que se decían me alimentaban y me motivaban, pero no para demostrarle algo a alguien, sino para seguir creciendo y demostrarme a mí mismo que podía cumplir mis objetivos”, resalta Quinteros con autoridad. “Por todo eso su carrera es y será un ejemplo. Se trata de un chico salió de una ciudad pequeña, que surgió en el TNA, que venció todos los prejuicios y se convirtió en una figura de la Liga, llegó a Europa, se mantuvo por cinco años, se convirtió en un jugador de Selección y, cuando volvió al país, mantuvo una vigencia destacable”, remata Casalánguida.
El tema de su (escasa) altura (1m86) para el puesto siempre estuvo presente, en cada paso que dio. “Ese hándicap que supuestamente daba lo superó con facilidad en base a su carácter porque trabajó cada aspecto necesario de su juego para que no se notara: su tiro corto, la parada y tiro, el lanzamiento tras dribble, la salida de las cortinas, el jugar mejor los bloqueos…”, explica Victoriano. Gutiérrez recuerda esos comentarios pero asegura que nada de eso se notaba en la cancha. “Escuchabas que no era alto, pero en el juego sólo sufrías la cantidad de recursos que tenía para anotar. Encima, con el correr de los años, le fue agregando cosas a su juego hasta ser un rival complicadísimo de defender, un dolor de cabeza para todos…”. Para lograrlo, según la visión de Casalánguida, fue clave un aspecto de su personalidad, la autoexigencia. “Es sumamente perfeccionista, busca el detalle en la mejora permanentemente. Hablamos de alguien que fue históricamente un tirador pero que mejoró tanto hasta convertirse en un guardia completo, capaz de ayudar al base y potenciar a sus compañeros”, opina Nicolás. Una carrera cuyo motor fue una mentalidad asesina que lo llevó a buscar siempre más. “Mostró una tremenda capacidad competitiva y se fue alimentando de los desafíos”, cree el coach, quien aprovecha para destacar otra característica decisiva en su trayectoria, cómo absorbía los momentos de presión “Lo que más sorprendió, en su regreso al país, era lo cómodo que se sentía en esos instantes cruciales, un rasgo que sólo tienen los grandes jugadores. Yo ya me daba cuenta en los momentos previos a los partidos, al ver cómo se ponían sus ojos, sus pómulos, toda su cara denotaba el trance competitivo que comenzaba en él y que luego se trasladaba a la cancha…”, revela Casalánguida.
Leo Gutiérrez fue testigo de ese fuego interior que quemaba a todos. “Jugué
varias finales en su contra y tengo que destacar que siempre fue al
frente, siempre quiso ganar y nunca le pasó la pelota. Cuando sus
equipos pasaban un mal momento, él la pedía y daba la cara. Por suerte
pude disfrutarlo como compañero. No soy su amigo, pero lo respeto mucho.
Es un jugador que todos queremos tener en el equipo y que nadie quiere
tener enfrente”, sentencia el campeón olímpico.
Su profesionalismo, aquel que mostraba de chico al decidir no salir de noche para entrenar al otro día a la mañana, se potenció con el correr de los años, con rutinas y cuidados de un atleta de elite. “Esos cuidados extremos y su ética de trabajo lo llevaron a ser el mejor jugador de Liga, son los intangibles que lo han completado como un grande”, asegura Victoriano. “Siempre contó con un físico privilegiado, pero doy fe de sus cuidados permanentes para mantenerlo. Paolo ha sido un ejemplo de alguien que no se tomó descansos en el trabajo y ese nivel tan alto de profesionalismo le ha dado resultados sobre todos en los últimos años”, considera Casalánguida. Hernández elige contar un momento en el que quedó cautivado al volver a ver a Quinteros. “Cuando yo me fui a dirigir a Brasil le perdí el rastro por unos cuantos meses y a mi regreso quedé sorprendido al volver a verlo. Estaba verdaderamente rejuvenecido, como si tuviera 25 años otra vez… Su paso por la Selección lo ayudó porque decidió seguir la misma dieta de Manu, Scola y Prigioni. Fue muy inteligente, pero sobre todo demostró una gran personalidad, mentalidad, compromiso y esfuerzo”, explica el Oveja. Atributos que han formado un combo que le ha permitido esta destacable vigencia a los 38. “Llegar a esta edad jugando a un alto nivel denotan mucho esfuerzo, mucha voluntad, mucho cuidado de mi físico, pero no ha sido desde ahora sino desde siempre… Hoy todo cuesta el doble, pero si uno ama este deporte y aprende a disfrutarlo lo hace con placer”, asegura el entrerriano.
Su profesionalismo, aquel que mostraba de chico al decidir no salir de noche para entrenar al otro día a la mañana, se potenció con el correr de los años, con rutinas y cuidados de un atleta de elite. “Esos cuidados extremos y su ética de trabajo lo llevaron a ser el mejor jugador de Liga, son los intangibles que lo han completado como un grande”, asegura Victoriano. “Siempre contó con un físico privilegiado, pero doy fe de sus cuidados permanentes para mantenerlo. Paolo ha sido un ejemplo de alguien que no se tomó descansos en el trabajo y ese nivel tan alto de profesionalismo le ha dado resultados sobre todos en los últimos años”, considera Casalánguida. Hernández elige contar un momento en el que quedó cautivado al volver a ver a Quinteros. “Cuando yo me fui a dirigir a Brasil le perdí el rastro por unos cuantos meses y a mi regreso quedé sorprendido al volver a verlo. Estaba verdaderamente rejuvenecido, como si tuviera 25 años otra vez… Su paso por la Selección lo ayudó porque decidió seguir la misma dieta de Manu, Scola y Prigioni. Fue muy inteligente, pero sobre todo demostró una gran personalidad, mentalidad, compromiso y esfuerzo”, explica el Oveja. Atributos que han formado un combo que le ha permitido esta destacable vigencia a los 38. “Llegar a esta edad jugando a un alto nivel denotan mucho esfuerzo, mucha voluntad, mucho cuidado de mi físico, pero no ha sido desde ahora sino desde siempre… Hoy todo cuesta el doble, pero si uno ama este deporte y aprende a disfrutarlo lo hace con placer”, asegura el entrerriano.
Paolo sabe que no estuvo solo, que nada
de todo esto se consigue sin ayuda. Y por eso agradece a “mi familia,
novia y amigos, un entorno que estuvo en las buenas y en las malas” y
puntualiza en alguien que resultó clave, Nino Burgan, su representante y
amigo. “Alguien que me dio todo, siempre se preocupó por mí, que me
enseñó a valorar la ética de trabajo, a ser honesto… Gracias a él llegué
adonde llegué”, destaca. Cuando los agradecimientos llegan uno empieza a
creer que tal vez la historia está por llegar a su fin. Sin embargo,
Paolo pone el freno. “Hoy, por la cabeza, sólo se me pasa el
hecho de seguir jugando y disfrutando del básquet. La vida me ha dado
esta oportunidad y pienso aprovecharla al máximo. Al menos pienso jugar
dos o tres años más”, asegura. Aquel nene de cinco años y esta
figura consagrada de 38 siguen teniendo algo en común: la pasión y el
amor por el básquet, por seguir disfrutando de una carrera que, como
dijo Leo Gutiérrez, “ha dejado una huella implacable en cada lugar donde
pisó”.
Fuente: Liga Nacional de Básquet
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